Mi vida, como la de cada uno de los seres en esta tierra, es una larga suma
de cagadas e imprudencias; quien diga lo contrario, miente.
La mentira, es sabido, es el pan nuestro de cada
día. En la lista de artículos de supervivencia, es uno de primera necesidad.
Para justificar pendejadas, mentimos; para ensalzar los triunfos y convertirlos
en hazañas, mentimos; cuando queremos deshacernos de responsabilidades
indeseables, lo hacemos también. En contraposición, cosa curiosa, pedimos a
gritos, de los otros, la verdad.
Mi primer ligue adolescente, aprendido de su madre
y ésta, a su vez, de su madre y ella, a su vez…, me lo dijo con claridad: Amor,
no me gustan las mentiras. Yo, que siempre he sido un idiota, a pesar de que la
frase, paradójicamente, contenía dos mentiras en una misma oración, le creí. A
causa de una verdad, el romance duró un par de semanas.
Luego supe que esa
frase era sólo eso: una frase. La decían cada una de ellas, novias, ligues y
quimeras. Lo decía el profesor en clase y el viejo pendejo que tuve por jefe en
mi primer trabajo. Lo decía Dios a través de su espurio ministro, el cura. Y
yo, que en mi boba cabeza inexpugnable intenté decir la verdad, aprendí, como
todos, que el costo menor se pagaba con mentiras. Después de cavilaciones varias,
concluí que a la gente, en efecto, no le gustaban las mentiras, pero que le
gustaba mucho menos la verdad. Lo que en realidad querían decir con el
estribillo era: no soporto descubrir que aquello no es verdad. Mientras no lo
descubrieran, todos en paz.
Aprendí a mentir y me
volví un experto. Tan experto que hasta aprendí a mentirme a mí mismo y, en un
acto de sabiduría sin precedentes, aprendí a no querer saber la verdad y, sin
embargo, jugar a buscarla en caminos que sabía bien no la encontraría. Como diría
Ikram Antaki: mentimos porque no hay razón alguna de decir la verdad. Gran
revelación.
Qué necesidad de decir
la verdad si con ella perdemos más de lo que ganamos con la mentira. Por eso el
mundo se ha llenado de ellas. Decimos que sí por no decir que no; decimos, bien,
cuando queremos decir qué asco; decimos, sí, mi vida, por no escupir el
liberador: vas y chingas a tu madre, hija de puta. De eso se sostiene el mundo.
Por eso sobrevivimos en el trabajo y tenemos amigos de toda la vida, por eso
parecemos carismáticos y la esposa nos perdona que seamos tan idiotas e
inoperantes para cambiar el pañal al niño. Por eso, señores míos, vendemos
nuestra máscara de éxito ante la vida. No es una piedad hacia los otros, sino
hacia nosotros mismos. Para eso le mentimos cada mañana al idiota en el espejo,
para hacerle creer que, en el fondo, muy, muy en el fondo, no es tan idiota, y
lo acicalamos y le pasamos el peine por las hebras de su cráneo y le damos
palmaditas en las mejillas con agua de colonia para hacerle soñar que tal vez
hoy no sea tan mala idea salir a la calle a soltarle al mundo una horda de
mentiras y, en consecuencia, el mundo en su solidaria magnanimidad, nos diga
otras tantas que nos hagan volver por la noche ilesos a la casa y, debajo de
las sábanas, podamos dormir tranquilos con la piadosa y engañosa tranquilidad
del deber cumplido.
El mejor escrito que he leido en mi vida... escritor magnanimo, no se por que no tienes un premio por ello....
ResponderEliminarAtte. Erubertino Piedad Lopez
El mejor premio siempre será ser leído y lograr decir cosas más allá de las palabras.
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