Soy un tipo con pocas certezas;
hoy tengo una que no permite ninguna duda: Pablito no dejará de llorar jamás.
Llora
cuando tiene hambre, cuando tiene calor, cuando tiene frío, cuando se ha hecho
del baño, cuando no se ha hecho, cuando esta triste y, comienzo a sospechar que
también, cuando está contento, sólo para joderme. En fin.
Veo
a la minúscula cosa frente a mí que, para su desgracia, dicen que se parece a
mí y no me atrevo a levantarlo. Temo que
se desarme en cualquier momento. Lo levanto y llora más todavía. Mi temor de
desarme se hace realidad. Mariana no está. Pienso en llamar a mi madre que algo
sabrá del asunto. Desisto. Ya me siento bastante imbécil como para que alguien
me lo recuerde por teléfono. Lo paseo, le canto, le reviso el pañal. Nada.
Busco en internet con Pablo entre los brazos. Los mismos pendejos consejos de
siempre. Le susurro suavecito: qué te pasa, cómo puedo saberlo. El último grito
es más fuerte que nunca y parece decirme: Pasa que estoy vivo, pedazo de
imbécil.
El
niño llora porque está vivo, simplemente. Y eso no va a cambiar. Por primera
vez, siento compasión por mi madre. Lo que habrá sufrido la pobre. Pienso en
llamarla de nuevo, esta vez para pedirle perdón por haberla desvelado tanto.
Tampoco me atrevo, después de todo, treinta años después, las disculpas
servirían de muy poco. Trato de arrullarlo mientras paseo por la habitación;
una ligera esperanza de que por fin cesen los llantos me dura pocos segundos,
antes de que comiencen de nuevo con más fuerza. Esto es imposible. Y es apenas
el principio.
La
historia se repetirá interminable. Llorará cuando se caiga, cuando no se caiga,
cuando quiera un Jedi electrónico y no pueda comprárselo, cuando se lo compre y
se le acaben las pilas, cuando repruebe matemáticas, cuando no repruebe, cuando
la niña de trenzas largas no deje que se las jale porque se parece a mí
(pobrecito), cuando no le preste el coche, cuando se lo preste y me hable
asustado porque está en una celda con aliento etílico, cuando le reclame por no
llegar hasta el día siguiente, cuando descubra que consume drogas, cuando
intente comprenderlo y él crea que nadie lo consigue, cuando se entere que no
puedo pagarle un viaje a Europa porque me paso la tarde tiradote en el sillón
escribiendo pendejadas, cuando no sepa qué hacer el día que a su novia no le
baja la regla, cuando descubra que es quasi imposible tener un trabajo que le pague
todas la cuentas y que además le guste y cuando esté, como yo ahora, tratando
de aminorar los llantos incesantes de su vástago primogénito y la exnovia,
convertida en su mujer, le reclame su incompetencia.
Si
se parece a mí, como la gente dice, la pasará mal, yo no podré hacer nada y,
claro, tampoco va a agradecérmelo. De héroe pasaré a viejo anticuado y gruñón
que no sabe cumplirle todos los caprichos, me recriminará haberlo traído al
mundo sin que él me lo pidiera y detestará, como es habitual, que, si los niños
vienen de París, la cigüeña no haya preferido dejarlo allá definitivamente.
Asumo
mi culpa compartida y sigo arrullándolo y paseándolo por la habitación. Después
de dos horas, he logrado dormirlo. La pequeña fiera ahora duerme plácidamente
entre mis brazos. Una pequeña victoria. Por fin, un poco de calma. Una tregua
antes que la batalla, perdida de antemano, comience de nuevo. Lo deposito con
suavidad dentro de la cuna. Se inquieta; me asusta que despierte de nuevo. El
teléfono suena insistente. Puta, puta, putísima madre. El llanto comienza otra
vez. Mariana me anuncia que llegará tarde, una reunión de trabajo. No digo nada. Al colgar, no sé si mi ira es
porque Pablo no deja de llorar, porque ella llegará tarde, por haberme llamado
justo ahora, por el oscuro fantasma del tal Armando rondando en mi cabeza o
porque también quiero llorar y mi madre no está aquí para consolarme.
En un mundo donde nadie lee màs que 140 caracteres juntos, que bueno que sigues escribiendo y felicidades por tu seguramente de un año hijo jajaja.
ResponderEliminar