Faltan los dos días más largos de
la historia. Dos eternos días para la pinchísima quincena y las cuentas ya no
dan. Juntar la prequincena con el síndrome premenstrual es una combinación
terrorífica. ¿Por qué las tarjetas de crédito tienen fecha de corte el 28 o el
14 de cada mes? Debe ser parte del complot para cobrar intereses sobre
intereses y poner a trabajar a sus telefonistas con mensajes que van de la
amable súplica a la amenaza implacable.
Sería
una escena dantesca ver el desfile de decenas de cajas de zapatos embargados
mientras lágrimas negras, de rímel, escurren por las mejillas desconsoladas de
Mariana y unos ojos de furia chispeante me recriminan mi irresponsabilidad
financiera. Anoche, me faltaron argumentos para explicar que un niño de tres
meses y medio no requería del gigantesco zoológico que le han traído los reyes
magos y cuyo costo, más gigantesco todavía, viene incluido en el estado de
cuenta de este mes, sumado al precio del nuevo par de zapatos para ella y la
corbata que, amablemente, los presuntos reyes magos han tenido a bien
obsequiarme, aunque se hayan olvidado de pagar la cuenta.
En
plena discusión, expresamente de asuntos financieros, salió la historia del
whisky del domingo pasado y mi imperdonable mentira sobre el dolor de estómago.
Discursos sobre mi inmadurez.
Trato de no
encabronarme. Ommm. Ommm. Escucha, Mariana, tenemos que resolver el pago de la tarjeta…
¡Claro! Tú te quedas tiradote en el sillón escribiendo pendejadas y no eres
capaz de pagar los juguetes de tu hijo. Así que, ahora, es “mi hijo”. Último
ommm.
En
algún momento, entre la inmadurez y “mi hijo”, el tal Armando invadió el resto
de la disputa. Reconozco que no venía al caso, como tampoco venía al caso el
discurso de inmadurez, confirmado además por lo que ocurrió luego, pero, entre “tiradote
en el sillón escribiendo pendejadas” y “hola, que tengas un buen domingo”, se
estableció un oscuro vínculo.
En
qué momento pasé de marido tirado en el sillón escribiendo pendejadas a marido
despechado y de ahí a espía y mentiroso, no lo sé. El veredicto estaba dado: yo
había comenzado la discusión sobre la tarjeta buscando un pretexto para el
reclamo (es en vano notificar que fue ella quien inauguró la arenga) después de
husmear, desde quién sabe cuándo, su celular, su computadora y el cajón de sus
cosas personales. De inmaduro me convertí en inseguro y paranoico. Discursos
sobre la confianza, el machismo y el no soporto las mentiras llenaron el resto
del monólogo. Nos fuimos a dormir, ella en su lado de la cama y yo en el mío.
Aún me sigue gustando su espalda.
Hoy
me he sentido culpable, aunque no sé bien por qué. Por supuesto, no arreglamos
lo de la tarjeta, habrá que sumar el cargo por pago tardío. Sigo sin saber
quién es el tal Armando, pero tengo más sospechas que nunca. El discurso sobre
la defensa de la privacidad me sigue sabiendo pésimo. Mamarracho, como soy, le
mandé un mensaje hace un momento: perdón por lo de anoche, todo se arreglará, a
pesar de nuestras diferencias. Además de mamarracho, cursi.
Vuelvo
a ver el celular por tercera vez. No hay respuesta. Estará ocupada. Tal vez más
tarde. Me falta una docena de reportes para hoy. Hora de comida. El elefante
del zoológico está extraviado. Sobre mi corbata seminueva, ha caído una enorme
gota de café en algún momento de la mañana. Una verdadera lástima. Hoy no estoy
seguro si de verdad me sigue gustando su espalda. Única certeza: quisiera estar
tiradote en el sillón escribiendo pendejadas.
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