Yo pensaba, muy sinceramente (a veces de verdad todavía me es dado tener
pensamientos sinceros), que con el divorcio, con más tiempo disponible, podría
recuperar a los lectores de mis blogs cuasi abandonados. Me dije: una vez por
semana no está mal; cuestión de días para recuperar a mis lectores hambrientos
de palabras. Está bien, está bien, como hoy es uno de esos raros días en que me
ataca la sinceridad, lo confieso: más que recuperar lectores, me interesa
recuperar lectoras. ¿Tiene eso algo de malo?
Yo sé bien que, en el
interior de sus párvulas y soñadoras cabecitas, un escritor vende bien. Se imaginan
cosas formidables. Hace años, cuando todavía publicaba, tenía varias lectoras.
Una de ellas, me escribía cartas diciéndome lo bueno que era. Un día de
soledad, decidí contestarle. Que gracias, que un gusto. A los pocos minutos,
tenía su desmedida respuesta.
La gente de veras se
hace unas ideas fantásticas de los escritores. Bastaron dos o tres mails continuos
para que comprendiera que ella no me escribía a mí, sino a Sean Conery. Un Sean
Conery que lo sabía todo, todo, pero de veras todo, de la vida. Alabó mi
experiencia, mi conocimiento de la vida, del mundo. Yo, naturalmente, le
respondía mientras el tintinear de mi whisky en las rocas era apagado por el
embravecido chocar de las olas contra los riscos que sostenían mi casa, en
algún punto perdido de la Gran Bretaña.
Mientras no era Sean Conery
ni bebía whisky ni chocaban las olas en el risco, solía tener veinte años y
diez pesos en la bolsa. Mi vasta experiencia de la vida la conseguía entre
malas clases de universidad, media docena de amantes que no alcanzaban ni mis
veinte años y que se dejaban toquetear al aire libre, los felices cigarros sin
filtro que no se devoraban demasiado de mi presupuesto y los libros que se
dejaba robar Alejandro cada tanto a cambio de que yo convenciera a las sexagenarias
para que no entraran a su taller de literatura. Conseguí, además de libros, el
patrocinio de algunas borracheras con oso negro y fresca de toronja rosa que
aún tengo impregnada en la saliva como un vomitivo recuerdo. Entre tanto, mi
fiel lectora se enamoraba perdidamente de Sean Conery, hasta que no resistió
más y quiso conocer a su Oscar Wilde de pacotilla. Lo lamentable para ella es
que, en lugar de Sean Conery, aparecí yo; lo lamentable para mí fue que
apareció ella, así, sin más, con toda su humanidad a cuestas. Para no confesar
nuestro mutuo fracaso, cogimos de todos modos. Luego, yo perdí una lectora y
ella dejó de perder el tiempo. Pero son bonitas esas cosas.
El matrimonio te quita
muchas cosas; entre ellas, la autoestima. También te da otras; inseguridades,
entre todo. Qué mejor forma para recuperar lo perdido que volver al lugar de
mis grandes éxitos. Yo me dije a mí mismo: Mí mismo, unos cuantos pases mágicos
con la indeleble vara de la palabra y, bum cata bum, volverás a ser otra vez el
Sean Conery que el tiempo y el matrimonio había perdido y, esta vez, sin risco,
pero con whisky; sin mundo, pero con kilómetros recorridos; con mal salario,
pero suficiente para coger a cubierto. A lo mejor, si aparezco, sin Sean Conery
de nuevo, se pueda sobrevivir sólo conmigo.
Plan perfecto. O casi.
Porque ahora que he recuperado todas mis sucias intenciones de ser uno de esos
escritores que aprovechan su talento para seducir doncellas ansiosas de
metáforas, al tiempo que te las coges sin ellas, vengo aquí a descubrir que, para
lograrlo, hay que tener algo qué escribir, demostrar de algún modo que el
apócrifo Sean Conery tiene algo de talento, un poquito aunque sea. Pero no.
Parece que lo poco que había, si es que lo hubo alguna vez, se ha estrellado,
tiempo ha, contra el imaginario risco.
No importa. De todos
modos, he sabido que, diez años después, las lectoras prefieren leer a una tal
gray llena de sombras. Mala cosa.
Jajajajaj te adoro!
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