Las primeras dos semanas, cogíamos hasta en el patio de servicio. La
adrenalina de ser descubiertos por la sexagenaria vecina que acostumbraba
husmear desde la ventana y provocar su espanto nos parecía una divertida
afrenta a su moralidad santa, católica, apostólica y romana. Para la tercera,
ya nos dábamos tiempo de comer algo después de descubrir la flexibilidad que
puede alcanzar un ser humano con los incentivos correctos y comer el postre
usándonos mutuamente de bandeja.
Cuando se cumplió el
primer mes de matrimonio, no hallaba la hora en que dieran las seis para salir
corriendo de la oficina e ir a hacerle todo aquello que había prometido en
innumerables mensajes de texto toda la mañana mientras trataba de cuadrar un
balance general y el seis y el nueve me resultaban tan eróticos que me hacían
perder la cuenta de modo irremediable. El cuatro me hacía enloquecer solito y
sin ayuda de otro número compañero. Mariana, mi adorada Mariana, era, y no lo
sabía, una verdadera y perversa bomba sexual. Y yo, yo, yo mismo, el próximo
premio nobel de literatura que sólo trabajaba en aquella oficina temporalmente,
había tenido la fortuna de encontrarla.
Para el segundo mes se
acabaron los mensajes, pero seguía cumpliendo religiosamente con mi dotación
diaria de lucha cuerpo a cuerpo y cara a cara, a dos de tres caídas y sin
límite de tiempo, hasta que nos dimos cuenta que dormir sólo cuatro horas
diarias nos estaba robando la energía. Fue entonces que redujimos el número de
caídas a una nocturna y descubrimos el agridulce sabor del famoso y bien
nombrado mañanero. Huelga decir que tomó su nombre porque cada vez fue con
menos esmero y cada vez más en chinga, hasta que de plano fue tan “tardísimo”
que ya no dio tiempo ni para eso.
No sé cuando pasamos
al un día sí y uno no, al uno sí y dos no, al uno sí y tres no, al espérate al
sábado, mi vida. Debió de ser al tercer mes porque, para cuando Pablito llegó a
nuestras vidas, ya sufríamos para seguir manteniendo aquella tradición con
rigurosidad institucional. Como se sabe, para que una institución se sostenga,
precisa de burocracia.
No sé cuando se volvió
de rigurosa necesidad hacer cita con mi propia esposa. No sé si le comenzó a
doler la cabeza porque le pedía una cita o le pedía una cita porque le dolía la
cabeza. El caso es que, cuando me asaltaban los antojos, tenía que programarlo
con anticipación. Nada de estirar la mano al momento de acostarnos para ver lo
que encontraba; mucho menos querer saciar mis apetitos así nomás porque sí. Tenía
que mandarle un mensaje timorato al medio día del tipo: ¿estarás muy cansada
esta noche? porque… sabes… hoy he pensado mucho en ti…
¿Siempre habré sido
tan pusilánime y el matrimonio me lo reforzó o el matrimonio es el mejor campo
de concentración para aprender el arduo y sinuoso camino de la pusilanimidad?
Si aún faltaran
pruebas de la presunta pusilanimidad (no creo que falten, pero también sé que,
para hacer leña del árbol caído, nunca sobran), tengo que confesar que hace
muchos años dejé de creer que ganaría el premio nobel. Se invirtieron los
papeles: el sueño del premio nobel fue temporal, el trabajo temporal se
convirtió en eterno. Así que tengo que
confesar que toda esta arenga es para declarar tan pública como patéticamente:
tengo gripe, me siento del carajo y sí: hace un año, ocho meses, veintitrés
días y catorce horas que no cojo más que eso: resfriados. Y dos más dos siguen
siendo cuatro; sin erotismo, naturalmente.
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