El próximo 15 de abril se cumplen
nueve meses que, como un niño que nace sin torta bajo el brazo, mi mujer me
dejó; o yo a ella (ya no quiero acordarme) o que, usando uno de esos plurales
que detesto, simplemente, nos dejamos.
En
nueve meses, han pasado más cosas que en los últimos años de asquerosa rutina. Primero,
me sentí liberado; luego, la odié en silencio; después, la aborrecí con gritos;
en algún punto, entre el odio público y privado, lloré por ella, o por mí, o
por ambos, o por Pablito, o por el clavito, o por la chingada madre; la
chingada madre del niño Pablo, del niño Ray y hasta de tu chingada madre si es
preciso. Y sí, también me odié hasta el hartazgo.
Al
principio, mis amigos soportaron como espectadores griegos ante tan sublime
tragedia. Me regalaron su tiempo, su lástima, su condolencia. Poco a poco, se
fueron retirando a discreción, hasta que mis improperios rebotaron en las
paredes de habitaciones vacías. Cuando me vi solo, lamiéndome las heridas, cual
héroe griego de mi propia tragedia, traté de reivindicarme. Me lancé en pos de
gentiles doncellas que me entretuvieran el insomnio y me endulzaran los días. Luego
de múltiples intentos, desistí y regrese a mi incansable lamer de heridas sin
cerrar. Esta vez, detestando la mezquindad de mis amigos, odiando su falta de
solidaridad, repudiando su malsano egoísmo y su intolerancia. Quise matar 27
veces a mi jefe, asesiné a mis colegas 14 veces por día y destruí todo lazo con
la humanidad circundante mientras Pablito seguía creciendo y demandando
caprichos a través de la voz de su santa madre.
Uno
de los amigos que perdí (¿me seguirá leyendo?), solía decir que él escogía a
sus amigos. No sé si eso sea posible o no, a mí sólo me caen por razones
insospechadas, pero, de haberlo sabido, también yo hubiera intentado
calcularlo. Otro, que me doraba la píldora con que era un gran conversador (yo,
no él), terminó prefiriendo conversaciones que no incluyeran multiplicidad de
odios contra el mundo. El antineurótico (sí, neta, cree el muy iluso que le
creemos que no es neurótico) terminó neurotizado de mi neurosis. Hay uno que
sigue buscando adjetivos que me describan adecuadamente; ha encontrado tantos,
que soy yo quien no quiere verlo. Un miamigo (que no se sabe si es mi amigo),
hace tiempo que dejó de decir que es mi ejemplo a seguir. De mis amigas, no
puedo decir nada; temo que su encono me alcance donde quiera que estén (además,
no me leen; así que pa’ qué alargar la glosa).
Una de ellas, se atrevió a decirme (¿la
mandarían los demás de vocera? ¿Se lo jugaron a suertes y perdió?), con suma
dulzura (eso sí), tiempo atrás, lo que todos piensan y que nadie se atreve a
decirme mirándome a los ojos: Ray, te has vuelto muy exigente, y aun así te
queremos. Y yo, que aún tengo un atisbo de cordura, asentí. Exigente. Ja.
¿Exigente yo? ¡Habrase visto! ¡Qué desfachatez!
Lo
que la pobre no supo decir (el de los adjetivos no la asesoró correctamente)
es: te has vuelto intolerante, mezquino y un maldito egoísta de mierda. Estoy
de acuerdo. Excepto en una cosa: no me he vuelto, lo he sido siempre. Y sí; así
me han querido de todas maneras. Porque, como diría aquél de las presuntas
buenas conversaciones: no importa cuán mequetrefe es uno y cuán mequetrefes son
ellos: por eso te llevas con ellos, por eso se llevan contigo. Los que se
quedan, si es que queda alguno, son esos que, después de odiarme en silencio
innumerables veces, acaban concluyendo en privado y luego en público, después
de hacer mi reputación pedazos: pero, pos, así es el pinche Ray.
Y yo, que así
soy, en efecto, los detesto con toda mi alma, los traiciono por triplicado de
uno en uno y de tres en tres y, cuando al fin me entero que hace nueve meses
que mi mujer me ha dejado, o yo a ella (ya qué importa) y que Pablito es un
pedinche irredento, me pongo a escribir apologías para mí y mis lectores que no
son otros que esos mequetrefes de los que hablo porque son los únicos que aún
quedan para soportar mi monserga disfrazada de literatura.
Haciendo
cuentas, tengo asegurada la venta de una docena de libros. Eso es muy poco para
un escritor, pero mucho más de lo que un mequetrefe como yo podría pedir.
a veces, como esta vez, se está solo y a la vez mal acompañado, deberias buscar compañia mejor que tu mismo, crrar la boca y esperar que pase la tormenta, total ya da lo mismo lo que pienses. nadie está escuchando.
ResponderEliminar"Deberías buscar compañía mejor que tú mismo". Me gustó. Por fortuna o infortunio, el otro sigue yendo a donde quiera que yo voy.
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