Ser paria sin dinero no es tan malo. No hay que quedar bien con nadie,
excepto con el estómago. Pero, ah, este mundo fatídico y cruel que nos inserta,
en el día menos pensado, sin preguntarnos siquiera, en ese modo de vivir en el
que hay que cambiarse diario los calzones, hablar sin improperios y tratar de
respetar medianamente las costumbres de los otros. Aprender a ser moderadamente
sociable sin demasiados gestos ajenos de repugnancia.
Todo eso está muy
bien. La consigna de “si no chingo, no me chingan” sirve de paliativo para
soportar las filias y las fobias de los otros a cambio de que soporten las
nuestras. La verdadera traducción de esto es: finjo que soporto las filias y
las fobias de los otros a cambio de que finjan que soportan las nuestras. Pero
hay cosas, señores míos, que van más
allá del deber social, que no dependen de uno, que salen de lo más recóndito de
nuestro ser y son inevitables.
En medio de la más
social de las reuniones, la advertencia se vuelve amenaza, la amenaza en un
acto terrorista. Reacomodos en la silla, cruce de piernas, descruce, recruce
con pierna contraria. Sudor frío. Un ronroneo recorre el intestino delgado y
pasa al grueso. Momento de apretar el culo. El ronroneo aumenta en sentido
contrario. Lo peor ha pasado.
¡Ah, cuán iluso puede
ser un ser humano!
Lo que sigue ya no es
un ronroneo, es un gruñido. La cabeza a la derecha, la cabeza a la izquierda, a
discreción. Si logramos que el aire salga con suavidad, poco a poco, como un
suspiro, podremos desentendernos del desenlace, encender un cigarro a toda
prisa y soltar bocanadas desesperadas para distraer los olfatos quisquillosos
que se miran unos a otros culpándose entre sí. Ella sería incapaz, él es un
caballero, ¡aquél ha sido! Sí. Por supuesto. Los solteros siempre son así de
irrespetuosos. Qué asco.
Nunca pensé que mi condición de casado sirviera
para algo. Me sumo a las miradas inquisitivas que caen sobre el pobre diablo
acusado al unísono y el tipo se escurre en su asiento, culpándose a sí mismo
sin atreverse a negar que él haya sido. Ya se sabe. El primer síntoma de
culpabilidad es la negación.
Feliz desenlace. Todo sigue su curso y el estómago
queda en calma. Aquél sigue siendo un caballero, aquélla sigue siendo una dama.
Y yo, que no soy ni lo uno ni lo otro, aún miro con total desaprobación al
pobre tipo que aún no deja de estar colorado. Y con las orejas calientes.
¡Cuán iluso puede ser un ser humano!
Porque, ¿cómo saber si el ronroneo intestinal no
seguirá su curso y se convertirá en una feliz metralla de AK-47 saliendo
impasible al exterior en el momento justo en que se hace un incómodo silencio y
la risa de los comensales se corte en vilo ante la inminente procedencia del
disparo?
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