A los 15 años, alguien (quinceañero también) me dijo, después de una de
esas teorías mías sobre la metodología de la horchata: Tú piensas como si
tuvieras 40 años. No sé si aquella declaración me halagó, me encabronó o me
valió madre. Lo cierto es que hoy el subconsciente lo rescata; luego entonces,
no me valió madre del todo. Incluso, debí creérmelo un poco.
Cuando una doncella desbordante de madurez y de frases puntillosas me hizo
saber que era el tipo más inmaduro del mundo, asumí que mi amigo quinceañero
tenía más autoridad de juzgarme y, con toda mi inmadurez a cuestas, la mandé a
visitar a sus parientes lejanos a la Heroica Ciudad de Chiluca, ubicada entre
Toluca y la Chingada.
Uno aprende así a lidiar con las críticas y hacer, medianamente, lo que le
da la gana. Pero, me acaban de enterar que un tal Durkheim dice que todo es
social. O sea que, sustancialmente, yo no soy yo, sino lo que esa chingadera
llamada sociedad me ha asignado. Y, entonces, no puedo dejar de preguntarme
quién representa mejor mi asignación social, ¿mi colega quinceañero o la
doncella puntillosa?
Pero, cuando el tiempo avanza y las distancias se acortan, “pensar como si
tuviera 40 años” empieza a perder su carácter halagador. Veo la siguiente
escena y me lleno de escalofríos: una doncella, no tan doncella, gruñéndome las
quincenas, vociferándome los fracasos, escupiéndome las desilusiones. Veo un
perro que no es mi mejor amigo y mis sueños de libertad presos en 52 metros
cuadrados cercados por los muros del interés social. Veo a la sangre de mi
sangre berreándome su pueril egoísmo y a las lindas piernas de la sección de
recursos humanos negándose a mi condición matrimonial.
Esto no puede seguir así. Llamo a mis amigos redimidos para que me saquen
de este sopor. Para que me demuestren que hay otra vida además de esta vida.
Que me muestren cómo se divierten los que sí se divierten. Teléfonos que suenan
sin sonar, respuestas entrecortadas, casi escondidas, negaciones rotundas,
pretextos que tratan de salvar una virilidad hace tiempo perdida.
Puto Durkheim. Puto, putísimo falso profeta. Yo soy yo. Yo soy quien decide
sobre mi propia vida. Mi libertad es mía de mí mismísimo. Estos pinches
oprimidos no me van a oprimir a mí. Saldré a comerme el mundo una vez más.
Esconderé el anillo en la cartera y me ligaré a media docena de animosísimas
doncellas en busca de aventuras insospechables. Amaneceré en Zipolite con toda
mi naturalidad a cuestas y que el Durkheim ese se vaya a la chingada.
Me levanto decidido y me lanzo hacia la puerta. De frente, me encuentro a
Mariana que llega temprano en su campaña por redimirse. Cómo confesarle que no
me gusta su spaghetti. Cómo decirle que el vino tinto nunca ha sido el non plus
ultra en mi escala alcoholocéntrica. Cómo hacerle saber que la vida con y sin
queso de cabra es la misma vida.
Durkheim, estúpido francés, has vencido. Envejeceré con dignidad. Y sin
resistencia.
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