Usted ya lo sabe, esta cosa dura
24 horas diarias, 365 días por año, de unos 70 posibles, cigarros más, cigarros
menos. Un hermoso total de 25550 días con sus 613200 horas correspondientes. Y
hay que gastárselos de algún modo plausible, porque ya no hay otro remedio.
Hay que intentar caminar sobre
las aguas, hasta caerse de borrachos. Predicar algunas pendejadas y conseguirse
algunos discípulos que aplaudan como focas irredentas cada que uno se pone
parlanchín. No está de más intentar multiplicar algunos panes cuando el hambre
apremia y expulsar uno que otro demonio cuando el insomnio ataca. Mandar a la
chingada a los mercaderes de un templo para tener enemigos que suelen ser
eternos y dejan miles de discursos explicando por qué no tengo razón, por qué
no soy mesías, sino un pobre diablo con ínfulas de hijo pródigo. Visto está que el odio dura más que el amor.
Pero como no es cosa de ponerse
exquisitos, dejemos venir a María Magdalena para que nos llene de tentaciones a
la mitad del desierto y que nos haga saber que ser hombre no es tan malo y que
tiene sus placeres después de todo, antes de que empiece el viacrucis.
Comienza un domingo, con entrada
triunfal y loas y María Magdalena vestida de blanco. Todos muy gozosos mientras
a uno se le escapa el topo de la madriguera. El lunes a las 6 de la madrugada
suena la tercera llamada y hay que ir a ver a los mercaderes al templo; esta
vez para ser uno de ellos. El martes empieza a las 4.15 con un llanto que no es
más el canto de las sirenas, sino de aquel minúsculo cachorro parecido a mí
quien a gritos exige una nueva multiplicación del pan. El miércoles ya se
sospecha algo, se nota tensión en el ambiente, hay dudas, suspicacias, llamadas
anónimas. El jueves, después de la cena, te avisan lo de la hipoteca, lo del
embargo, lo del despido, lo del bueno para nada, lo del fracaso como hombre,
economista, escritor, padre, marido y pinche mesías.
El viernes, el calvario. La casa
vacía, la firma que dice que María Magdalena se regresa con su madre y la
putísima cruz de los pinches insultos que te dejan clavado a una madera que se
hunde contigo en medio del naufragio. La lápida del tiempo perdido, del por qué
me quité del vicio, del amor eterno y los pinches recuerdos de Acapulco. Y el
minúsculo cachorro parecido a mí sigue llorando.
Sábado sin necesidad de
despertador; sin besos con mal aliento; sin desayuno saludable; sin cómo se me ve
ese vestido, amor; sin tienes que hacer ejercicio, gordito. El teléfono no ha
sonado. No hay un mensaje que dice: ¿otra vez olvidaste nuestro aniversario,
imbécil? El sábado será largo. Mis amigos ya no beben y tienen que dormir
temprano. Esa pizza de hace 3 días ya se volvió de champiñón.
Pero el domingo hay resurrección
y hay que intentar caminar sobre las aguas, hasta caerse de borrachos. Predicar
algunas pendejadas y conseguirse algunos discípulos que aplaudan como focas
irredentas cada que uno se pone parlanchín. No está de más intentar multiplicar
algunos panes cuando el hambre apremia y expulsar uno que otro demonio cuando el
insomnio ataca. Mandar a la chingada a los mercaderes de un templo para tener
enemigos que suelen ser eternos y dejan miles de discursos explicando por qué
no tengo razón, por qué no soy mesías, sino un pobre diablo con ínfulas de hijo
pródigo. Visto está que el odio dura más
que el amor.
Pero como no es cosa de ponerse
exquisitos, dejemos venir a María Magdalena para que nos llene de tentaciones a
la mitad del desierto y que nos haga saber que ser hombre no es tan malo y que
tiene sus placeres después de todo, antes de que recomience el viacrucis.
Las connotaciones que le dí son tan diversas como los colores del arcoiris, leyéndolo como un texto escrito por "alguien" hasta leerlo sabiendo que lo escribiste tú. En todas ellas acabo palomeándolo con gusto. Saludos. Rafa Castillo
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