La primera vez que pensé en ella aún no cumplía quince años.
Luego, se volvió un acto tan cotidiano que aprendí a vivir con ese pensamiento
permeando cada acto de mi vida. Mi rodilla derecha, desde aquel entonces, dio
el primer aviso del error, pero, necio y estúpido, seguí creyendo que mi
enfoque era correcto. Pero no: el problema no era la muerte.
Primero, fue una revelación;
luego, un deseo; después, una continua sensación; hasta que se convirtió en un
acto de fe, en un credo. Después de ella, nada; antes de ella, poco.
Me convertí en un pertinaz
sobreviviente que despierta, trabaja, come, ríe, llora, caga, coge y mea. A
veces, hasta casi alcanzo a pensar en alguna cosa interesante que me entretiene
el sueño y me arrulla dulcemente el hastío. Como mero ejercicio de distracción
y espera.
Lo curioso es que, a pesar de la
certeza, vivimos y olvidamos. Lo que rige nuestros haceres cotidianos no es la
memoria, sino el olvido. De lo contrario, el vino que bebo, el salario que recibo,
el libro que leo, y el que no escribo, se volverían absurdos. Pero no, el
problema no está ahí.
Está en
el dolor insistente que amenaza. Está en la tos que cada vez es menos diurna.
Está en el cansancio que, de moral, pasó a ser físico. Está, ya no en tener que
levantarme sin saber siquiera para qué, sino en ya no poder hacerlo simplemente.
Ahí termina la inmortalidad.
El problema no está en la muerte,
sino en el largo transcurrir de la vida misma.
En
tanto, y por ahora, soy un enfermo que come y mea. Y que el diablo me lo crea.