Como es de conocimiento público, (y
si no lo es, lo doy a conocer ahora), pocas son mis filiaciones a los festejos
cotidianos. No entiendo mucho de celebraciones. No logro comprender del todo
los cumpleaños felices, ni las navidades con villancicos ni los años nuevos, que
vienen y van, con sus cuestas de enero y su aumento del 3% a la gasolina y sus
propósitos que antes de febrero ya sabemos que, otra vez, no habremos de
cumplir.
Nadie
me cree, pero más de una vez he olvidado el día de mi cumpleaños, lo cual
implica que nadie tuvo a bien recordármelo. Sí, sí; es hora de preguntarse:
¿acaso este pobre pendejo no le importa a nadie? En contra de las morales en
turno, opino lo contrario: creo que hay más gente que me quiere que la que
quiero yo, aunque no sé cómo ni sé bien por qué. Algo debo de hacer bien, en
medio de todo, para que me quiera quien yo quiero; algo debo de hacer mal para
ser querido aún por aquéllos a quienes adeudo reciprocidad.
Estas
celebraciones multitudinarias sirven para confirmar quién está en la lista,
quién se va, quién regresa. Los que están, llamarán también mañana. Los que se
han ido, ya no me dirán un hola el 1 de marzo sin necesidad de pretexto. Los
que regresan, me hacen pensar en mí a través de ellos.
Hace
años, en algún lugar de este achatado mundo, conocí a un tipo por 3 ó 4 días. Recorrimos
una ciudad descolorida, cada uno con una botella de vino en la mano y una
Verónica en la otra (ahora que lo escribo, me sorprende recordar su nombre).
Luego, al cuarto o quinto día, él siguió recorriendo el mundo y yo me quedé con
la esperanza de ir a una isla a la cual no llegué nunca. Eso fue todo. Sin
embargo, el tipo me escribe cada tanto desde entonces. Ha pasado por docenas de
ciudades y centenares de gente y sigo sin saber cómo, a pesar de ello, aún
viene a refrescarme la memoria. ¿Qué hace que alguien nos recuerde? Algo deja
uno después de pasar su sombra.
Con
el pretexto de los años viejos, alguien más también me ha llamado. No me
sorprende recordar su nombre ni que ella recuerde el mío; me sorprende, tal
vez, que aún necesite pretextos para enunciarlo. Once años después, mientras nos cantábamos las
4 y 10 en prosa, con el cine y las clases de francés incluidas, los muy bien y
la foto de uno o dos gatos en temporal sustitución de un hijo aún no nacido, me
descubrí con la nostalgia de la nostalgia. Recordé mis emociones de aquellos
días (recordé que las había sentido; no fui capaz de sentirlas de nuevo),
recordé cuando no necesitaba pretextos y supe, no sin pesares, que el niño que
fui ya estaba dormido.
Neruda diría: “Ya
no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise”.
Ya
es 2 de enero. Tengo que terminar artículos, hacer declaraciones fiscales,
preparar un curso, reescribir por décima vez el capítulo de mi novela, hacer un
proyecto de supervivencia y soportar, de la mejor forma que sea posible, el
paso de nuevos años nuevos. Esta nota es el último vestigio de mi nostalgia
estacional. El eterno viajero, lo sé, seguirá escribiendo para confirmar que
puedo ser un tipo memorable. Ella volverá a buscar otro pretexto, también lo
sé, aunque ahora ya no importe. De todos modos, Iñárritu tiene razón: “también
somos lo que hemos perdido”.
Otras
certezas tengo mientras tanto. Mi teléfono va a sonar en cualquier momento sin
necesidad de pretextos. Uno me recitará las novedades de los tres únicos temas
que le importan en la vida y colgará hasta nuevo aviso. Otro me hará triple
sesión terapéutica sin cobrarme un centavo. La doña, con el paso de los días,
perdonará al espíritu de las navidades pasadas y volverá a invitarme con el
espíritu de las navidades por venir. La vida seguirá ocurriendo sin remedio.
Hace
más de una década que escribí: dónde siempre, dónde siempre. Desde cuándo es
siempre o cuándo dejó de serlo.
Y sigo estando
aquí, dejando que los años nuevos se vayan haciendo viejos; sin prometer cartas
que ya no escribiré.